"Consideraciones de un rentista desasosegado"

Artículo de Luis Ángel de la Viuda*
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03/10/2016

Nos dicen los expertos en el apasionante asunto de la palabra que jubilación viene de júbilo. Ellos sabrán. Júbilo para algunos, entre los que me incluyo, supone actividad deseada, desafío diario, objetivos por cumplir, en fin, cumplir con el mandato bíblico de que el sudor de la frente determine y engrandezca la vida de las personas.

Allá, en la lejanía de los años cincuenta, cuando existía el Servicio Militar obligatorio, en una encuesta elemental para los reclutas recién llegados, la pregunta era: ¿a qué vienes al Servicio Militar? La respuesta de un sencillo y sincero novato extremeño fue contundente: “Yo a la mili vengo a licenciarme”.

El estado de bienestar sitúa a las personas, desde el momento mismo que empiezan su vida laboral, en un aspirante a la licencia vital en, y perdón por la cursilería, un “homo jubilatus”. Durante treinta, cuarenta y hasta cincuenta años, las personas que tiene la ventura de tener trabajo de cualquier clase y condición, mensualmente entregan una cantidad cuantificable de ese esfuerzo al Estado para que haga con él de su capa un sayo y con la esperanza, que cada vez se vuelve más intranquilizadora, de recibir en un determinado momento, con la noticia muchas veces inexorable de su cese laboral, una pensión pecuniaria que se identifica con la jubilación pura y dura.

Algunos, pocos, esta es la verdad, piensan que merece la pena crearse una carrera profesional que evite la inexorabilidad de la jubilación forzosa. Creen así que administrándose parte de los recursos que le ofrece su trabajo, completan un horizonte económico compatible con la ordenanza laboral y con el justo y decidido deseo de mantener ilusión por lo que se hace y evitar menesteres domésticos no siempre deseables o cultivar aficiones de obligado cumplimiento. Se habla de la generación “U” (unretired), es decir, los que nunca se jubilan porque no quieren o porque no pueden  y que alargan su vida laboral, incluso sin cobrar; es más, yo estoy en afirmar que lo más apetecible de este estado es no cobrar, siempre y cuando cada uno, a  lo largo de su existencia, sin recurrir al Estado, se forje su propia y particular pensión (léase rentas), de la que no tiene que dar cuentas a nadie.

Es verdad que el Estado  cuenta poco con estas personas. El mismo día que se llega a la jubilación técnico administrativa la Administración nos avisa de modo imperativo que el cobro de esa pensión, que cada uno ha devengado sin posibilidad de rechistar, es casi incompatible con cualquier actividad remunerada, ya sea creativa, ya sea sencillamente continuidad del trabajo desarrollado durante esos años. Se nos dice aquí todos pensionistas, solo pensionistas y nada más que pensionistas. Hubo otros tiempos, posiblemente peores e incluso mucho más arriesgados, en los que las personas no tenían más fórmula para subsistir en la vejez que el ahorro personal. Bienvenida sea la seguridad de una pensión razonable, pero sin satanizar con normas e inspecciones la libertad, la creación y el deseo de trabajar mientras el cuerpo aguante, aunque sea sin cobrar. Mejor aún, sin cobrar pero con la posibilidad de disponer cada uno de su tiempo, de su trabajo, de sus ahorros y de los bienes adquiridos sin confiar en el rigor del mentado Estado que, desdichadamente, a veces, asusta a unos y a otros con la inestabilidad del sistema de pensiones.

*Artículo escrito por Luis Ángel de la Viuda, periodista.